Me acosaron en la calle; yo me saqué un moco.

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Yo hice este moco también, pero de plastilina.

El otro día me acosaron en la calle y decidí sacarme un moco.

Ya sé que es una estupidez absoluta, lo admito enteramente, pero mi momento sucio tenía algo de razón detrás. Quería que el acosador se sintiera asqueado, para variar.

No iba a quedarme callada, como pasó hace unos meses cuando unos cinco tipos me siguieron a unos pasos de distancia las tres calles que faltaban para llegar a mi casa, mientras paseaba a mi perra. Las dos teníamos miedo. Mira qué piernas. Mira cómo se mueven. Apuesto a que nos está escuchando ¿Linda, nos estás escuchando?

No podía decirle de groserías o enseñarle el dedo, como pasa con los imbéciles que van manejando y simplemente tienen que tocar el claxon y decir de cosas y ni siquiera te paras o volteas a ver; les enseñas el dedo correspondiente. Lo levantas en alto. Cuando voltee a verte por el retrovisor, te aseguras de que el dedo siga ahí.

Tampoco quería apretar el paso mientras fingía no pasaba nada, como aquella vez en la que me siguieron en aquella camioneta blanca por dos cuadras vacías y al final me eché a correr por una calle en sentido contrario, mientras rogaba por perderlos.

No quería quedarme callada. La gran mayoría de las veces me quedo callada y deseo con todas mis fuerzas no llamas más la atención. Y estoy genuinamente harta de ignorar lo que pasa y fingir que no ha sucedido y que no tengo que molestarme, porque al final de cuentas no es para tanto, no están grave, estoy bien, estoy bien. 

Entonces, mientras el tipo silbaba y me decía ‘mamita’ con toda la tranquilidad del mundo, me metí el dedo índice en mi fosa nasal derecha tan profundo como pude y escarbé para sacar el cochino moco que sentía desde hace rato. Ya me imaginaba la sensación de triunfo al aventárselo a su cara confiada. Con un poco de suerte le rebotaría en la jeta; con otro poco más, se le quedaría pegado. Ya le había cambiado la expresión con nada más verme hurgando en mi nariz furiosamente. Le faltaba darle un vistazo al moco.

Parecía de caricatura; era verde asqueroso. De buen tamaño y consistencia pegajosa, como un pedazo de gelatina seca, de pegamento UHU que no se ha endurecido todavía, pero no era transparente. Tenía notitas sucias. Había estado en mi nariz, era un moco veterano, tenerlo en el dedo después de haber hurgado con tanta insistencia era un acto cochino. En resumidas cuentas, el moco perfecto para aventar.

O casi, porque apenas lo intenté y ante la mirada de repulsión del idiota, el moco se quedó pegado al dedo con el cual intentaba lanzarlo. Lo intenté dos o tres veces y mi porquería, pegajosa y verde, nada más no cedía, cambiaba de dedo y mi acosador se veía más y más extrañado y asqueado. Quién es esta loca que se está sacando los mocos, lo imagino pensar. Qué clase de persona recibe un cumplido de esta forma. Se está picoteando la nariz a media calle, guácala.

Total, el tipo terminó largándose del lugar, mirándome incrédulo. Mientras caminaba volteó a verme un par de veces con la misma cara de aversión con la que todas recibimos el acoso callejero. El asqueroso se convirtió en el asqueado, la avergonzada se volvió una vergüenza y el acosador, bueno, siguió siendo un acosador. Y yo me quedé con mi moco y mi asco, por mi y en general, y mi cara de idiota.

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