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Archivos Mensuales: noviembre 2021

La raíz
La raíz

Sacas los ojos de las cuencas con la cuchara de pastel. No tenías otra herramienta y cualquier cosa afilada puede dañar la piel de los párpados. La vas a necesitar luego. Los dejas caer en el bote lleno de agua, que se torna ligeramente rosa, primero uno, y luego el otro. tienen que permanecer húmedos. Te miran.

Lo lamento mucho.

Te siguen mirando. De estar todavía en la cara de la niña, llorarían.

Esta es la única forma, dices y esperas que entienda.

Enseguida, sacas al gato. Estuvo tirado en el camino una semana, bajo el calor intenso del verano, pero las hormigas y los pájaros apenas habían empezado su trabajo y gracias a su minúscula labor, no hay partes tiernas. Es decir, ojos. También le falta una oreja, recientemente arrancada desde la base. Pero es útil. Apenas iba por su cuarta vida y tiene todas las extremidades ilesas. Con un poco de suerte, habría regresado.

La práctica te ha dado maestría y sacas tu ojo derecho de la misma forma en la que te truenas los dedos. Te insertas a ti misma en el pequeño cráneo, rápido. Ahora sólo sirve la mitad del cuerpo y el siguiente paso tiene que ser todavía más veloz. Hace décadas, cuando te enseñaron a hacerlo, mantenían el párpado abierto para ti. Cuando estampas la raíz de tu ojo izquierdo en su cara, es su pequeña mano la que completa el procedimiento. Ahora es tu mano, aunque la sientas como un guante. Volteas a ver.

Ojalá pudiera hacerte dormir. Ojalá pudieras no ver. Ni siquiera sé cómo te llamas.

Los moretones. La niña tiene moretones que recuerdan, en la base del cráneo, en las muñecas. Las pequeñas manos duelen al flexionarlas.

Lo sacas del bote e insertas primero la raíz. Las cuencas del gato los reciben; ese cuerpo sabe estar vivo. Se incorpora, erizada, en la mesa. Temblando y fría. Te bufa y le das una cachetada. Se ve a si misma, a su cuerpo, atacarla. Lo entiendes pero compadecerla es muy distinto a tenerle paciencia y tú actuarás hoy, rápido.

Dejas el cuerpo viejo atrás y te diriges a la puerta. Su garganta te duele cuando estás próxima a abrirla. Se dispone a escapar.

Puedes irte si quieres, casi siempre se van. Pero yo tengo hambre.

Cree que te está guiando a casa, cuando en realidad, fueron sus gritos los que te atrajeron en primer lugar. El hombre es violento y sigue ahí, esperando. Puedes oler su ira ¿Cuánto más hubiera podido caminar sola, de noche, si no la hubieras encontrado tú?

Se esconde en los arbustos cuando la puerta se abre de un trancazo. Apenas ve los pequeños pies caminando fuera, se abalanza sobre ella. Sobre el cuerpo que habitas, la arrastra adentro de la casa, se quita el cinturón. Toda su carne tiembla. Por más dentro que estés, hay una parte de ella que insiste en gritar ‘mamá’

Nunca ven. Por eso usar los ojos como una puerta es siempre tan fácil. Para cuando toma la pequeña cara entre sus manos, ya es tarde. Tus raíces salen de dentro de su boca, de entre los espacios vacíos de la boquita chimuela, y se insertan firmemente en la córnea. Lo abarcan todo, antes de devorarlo. Y ahora son sus gritos los que atraen a una única espectadora. La ves desde la ventana, le falta una oreja.

Haces que ese cuerpo se levante. Abres la puerta de la que nunca fue su casa y las patitas se acercan. El hombre está consciente. Nunca has entendido cómo hacerlos dormir. Unos lo necesitan y otros no lo merecen.

Lo lamento mucho y recibes un maullido. Te lo devolveré pronto.

Acabas horas después. Se queda deliciosamente vacío. La niña araña los sillones, corre por toda la casa, se revuelca en la alfombra mientras devoras. Cuando acabas, te encaminas a la cocina. Buscas en todos los cajones los cubiertos y un vaso de agua. El primer paso está completo, pero sigues teniendo hambre. Sería fácil tomar el vaso, saciarte, masticar las dos pequeñas órbitas.

Su cuerpo te sería útil. Ciertamente serías menos vulnerable en ella, que ella. Además, parece disfrutar al gato.
Los cuerpos pequeños no te gustan pero entiendes por qué los humanos devoran terneras. Y a lo mejor a ella le iría mejor como gato, pero, por curiosidad o con esperanza, nunca se fue.

Te acercas al disfraz de piel. Haces el intercambio.

Ella no ha dejado de mirar. Tiene los ojos morados e hinchados y tiembla. Te tomas el vaso de agua ensangrentada. Eructas.

Te estiras. Se siente como si fuera a medida, como si todo este tiempo este hubiera sido el lugar en el que debías estar. Tus músculos se entrelazan con los que fueron suyos, invaden los órganos. La sangre nueva de tu nuevo hogar te deja casi ebrio. Es distinto ser un huésped que el dueño. Podrías quedarte aquí, por meses o varios años, y sacarle todo el provecho del mundo.

Entiendes que no soy él ¿Verdad?

Ella asiente. La miras sonreír, un poco. No pestañea. No lo hará en varios días.

Cuando decides largarte, jala de tu manga. Quiere que te quedes, pero abres la boca y le muestras lo que hay dentro, abajo. Te suelta de inmediato y mecánicamente, le guiñas el ojo. La dejas en la entrada, volteas a verla, en la penumbra de la casa. Quizás encuentre a su familia, ojalá. Quizás sus gritos te llamen otra vez. Esperas que no, pero si sucede, no importa. Siempre tienes hambre.

Y ella sabe que puede mirar.