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Relatos Tétricos.

La raíz
La raíz

Sacas los ojos de las cuencas con la cuchara de pastel. No tenías otra herramienta y cualquier cosa afilada puede dañar la piel de los párpados. La vas a necesitar luego. Los dejas caer en el bote lleno de agua, que se torna ligeramente rosa, primero uno, y luego el otro. tienen que permanecer húmedos. Te miran.

Lo lamento mucho.

Te siguen mirando. De estar todavía en la cara de la niña, llorarían.

Esta es la única forma, dices y esperas que entienda.

Enseguida, sacas al gato. Estuvo tirado en el camino una semana, bajo el calor intenso del verano, pero las hormigas y los pájaros apenas habían empezado su trabajo y gracias a su minúscula labor, no hay partes tiernas. Es decir, ojos. También le falta una oreja, recientemente arrancada desde la base. Pero es útil. Apenas iba por su cuarta vida y tiene todas las extremidades ilesas. Con un poco de suerte, habría regresado.

La práctica te ha dado maestría y sacas tu ojo derecho de la misma forma en la que te truenas los dedos. Te insertas a ti misma en el pequeño cráneo, rápido. Ahora sólo sirve la mitad del cuerpo y el siguiente paso tiene que ser todavía más veloz. Hace décadas, cuando te enseñaron a hacerlo, mantenían el párpado abierto para ti. Cuando estampas la raíz de tu ojo izquierdo en su cara, es su pequeña mano la que completa el procedimiento. Ahora es tu mano, aunque la sientas como un guante. Volteas a ver.

Ojalá pudiera hacerte dormir. Ojalá pudieras no ver. Ni siquiera sé cómo te llamas.

Los moretones. La niña tiene moretones que recuerdan, en la base del cráneo, en las muñecas. Las pequeñas manos duelen al flexionarlas.

Lo sacas del bote e insertas primero la raíz. Las cuencas del gato los reciben; ese cuerpo sabe estar vivo. Se incorpora, erizada, en la mesa. Temblando y fría. Te bufa y le das una cachetada. Se ve a si misma, a su cuerpo, atacarla. Lo entiendes pero compadecerla es muy distinto a tenerle paciencia y tú actuarás hoy, rápido.

Dejas el cuerpo viejo atrás y te diriges a la puerta. Su garganta te duele cuando estás próxima a abrirla. Se dispone a escapar.

Puedes irte si quieres, casi siempre se van. Pero yo tengo hambre.

Cree que te está guiando a casa, cuando en realidad, fueron sus gritos los que te atrajeron en primer lugar. El hombre es violento y sigue ahí, esperando. Puedes oler su ira ¿Cuánto más hubiera podido caminar sola, de noche, si no la hubieras encontrado tú?

Se esconde en los arbustos cuando la puerta se abre de un trancazo. Apenas ve los pequeños pies caminando fuera, se abalanza sobre ella. Sobre el cuerpo que habitas, la arrastra adentro de la casa, se quita el cinturón. Toda su carne tiembla. Por más dentro que estés, hay una parte de ella que insiste en gritar ‘mamá’

Nunca ven. Por eso usar los ojos como una puerta es siempre tan fácil. Para cuando toma la pequeña cara entre sus manos, ya es tarde. Tus raíces salen de dentro de su boca, de entre los espacios vacíos de la boquita chimuela, y se insertan firmemente en la córnea. Lo abarcan todo, antes de devorarlo. Y ahora son sus gritos los que atraen a una única espectadora. La ves desde la ventana, le falta una oreja.

Haces que ese cuerpo se levante. Abres la puerta de la que nunca fue su casa y las patitas se acercan. El hombre está consciente. Nunca has entendido cómo hacerlos dormir. Unos lo necesitan y otros no lo merecen.

Lo lamento mucho y recibes un maullido. Te lo devolveré pronto.

Acabas horas después. Se queda deliciosamente vacío. La niña araña los sillones, corre por toda la casa, se revuelca en la alfombra mientras devoras. Cuando acabas, te encaminas a la cocina. Buscas en todos los cajones los cubiertos y un vaso de agua. El primer paso está completo, pero sigues teniendo hambre. Sería fácil tomar el vaso, saciarte, masticar las dos pequeñas órbitas.

Su cuerpo te sería útil. Ciertamente serías menos vulnerable en ella, que ella. Además, parece disfrutar al gato.
Los cuerpos pequeños no te gustan pero entiendes por qué los humanos devoran terneras. Y a lo mejor a ella le iría mejor como gato, pero, por curiosidad o con esperanza, nunca se fue.

Te acercas al disfraz de piel. Haces el intercambio.

Ella no ha dejado de mirar. Tiene los ojos morados e hinchados y tiembla. Te tomas el vaso de agua ensangrentada. Eructas.

Te estiras. Se siente como si fuera a medida, como si todo este tiempo este hubiera sido el lugar en el que debías estar. Tus músculos se entrelazan con los que fueron suyos, invaden los órganos. La sangre nueva de tu nuevo hogar te deja casi ebrio. Es distinto ser un huésped que el dueño. Podrías quedarte aquí, por meses o varios años, y sacarle todo el provecho del mundo.

Entiendes que no soy él ¿Verdad?

Ella asiente. La miras sonreír, un poco. No pestañea. No lo hará en varios días.

Cuando decides largarte, jala de tu manga. Quiere que te quedes, pero abres la boca y le muestras lo que hay dentro, abajo. Te suelta de inmediato y mecánicamente, le guiñas el ojo. La dejas en la entrada, volteas a verla, en la penumbra de la casa. Quizás encuentre a su familia, ojalá. Quizás sus gritos te llamen otra vez. Esperas que no, pero si sucede, no importa. Siempre tienes hambre.

Y ella sabe que puede mirar.

Elsa vuelve del bosque como todas las tardes, pero ésta vez tiene su chal, sucio con sangre y lodo, hecho bola y apretado contra el pecho.

Es mío, dice sonriendo. En su boca le hace falta uno de los colmillos, el derecho, que siempre estuvo chueco y un hilo de sangre seca corre por su barbilla. Le enseña a tu anciana madre el contenido y ambas sonríen.

‘Nuestra familia está maldita’ dice mamá, sin sorpresas, convertida desde hace mucho en un arbusto de ramas secas: sus dedos están tan torcidos que no puede doblarlos, sus extremidades, delgadas y rígidas, parecen madera. Su voz es como cuando croan los sapos. Mira por la ventana hacia los árboles y se queda dormida.

Tu hermana se lleva al bebé del bosque a su habitación. La noche entera escuchas cómo le canta en voz baja, mientras la criatura ríe y ríe como un uluar de búhos y tú recuerdas la risa de otro bebé, uno que dejó de estar hace muchos años.

Esa noche no hay ningún ruido afuera, como si algo esperara. Al día siguiente hay miles de tréboles alrededor de la casa.

Tu hermana se quiebra las uñas en el jardín y se rasga los dedos escarbando. Es en lo único en lo que nunca se parecieron: las uñas. Estoy haciendo una cuna, me lo pidió anoche. Sus ojos de ven claros, pero sonríe y faltan más dientes. En la tarde, pájaros muertos caen del cielo y ves a Elsa devorando aquellos que tienen plumas rojas con si de fresas se tratara. Mamá tiene la voz más dulce cuando susurra, con las manos sin arrugas y los dedos lisos: ‘nuestra familia está maldita’. Por primera vez en años, se para de su silla y se acerca al lindero del bosque, pero no lo cruza. Esa noche, al sentarse a la mesa, tu hermana come sin canas en el cabello, con la dentadura blanca y completa. Tu madre no es más una anciana, mientras que tú pasas por la tía lejana de tu propia hermana gemela. Te miras las manos. Sigues envejeciendo igual que todos los días.

Hace mucho que huiste a la parte más gris de la ciudad y habías jurado no volver y ahora estás aquí, viendo cómo rejuvenecen ante tus ojos, hora con hora, mientras distintos pájaros se estrellan todo el tiempo contra las ventanas de la cabaña. Las carcajadas que se escuchan desde el cuarto de tu hermana, del que ella no vuelve a salir después de esa noche, no te dejan dormir. Nunca vas a volver a dormir. Recorres el camino a la ciudad a pie y no te apartas de la carretera. Los tréboles crecen a ambos lados a lo largo de ésta un par de horas después, cuando regresas.

Tu madre no dice nada. Sólo dijo que formabas parte de la maldición de tu familia cuando encontraste a tu bebé frío y quieto y azul, hace muchos años. Tu esposo tuvo que arrancarte el pequeño cadáver de los brazos y dos días después, te dejó. Tu madre se quedó impávida ante la noticia de la muerte de su nieto. ¿Alguna vez les conté de su padre? dijo ausentemente, como si fuera una explicación que se debía de dar en vez de un pésame. Cuando Elsa también volvió de la ciudad, cargaba a cuestas un aborto espontáneo. Nadie supo quién era el padre. Poco después, de que al revisarla y encontraran un bulto, la abrieran y arrancaran y suturaran para quitarle para siempre la esperanza del bebé que deseó toda la vida, te acercaste a su cama. Elsa. Dijiste. Nuestra familia sí está maldita. Ella te volteó a ver y sonrió. Al siguiente día fue la primera vez que se adentró en el bosque y tú asumiste que tendrías que cuidar de las dos. Y te quedaste.

La joven de quince años en la que se ha convertido tu madre te toma de las manos y te ve con ojos delirantes cuando intentas convencerle de que tienen que sacar esa cosa de ahí ¿Alguna vez te hablé de tu padre? susurra y recuerdas todas esas noches en las que las mandaba a dormir y ella se iba, y tú esperabas, temblando bajo las cobijas, que una sombra te arrastrara al bosque, porque sabías, porque mamá dijo, que todo lo que viene de ahí, tarde o temprano vuelve.

Es un aullido, es una carcajada, una voz ronca cada vez más fuerte lo que responde noche con noche a los arrullos de Elsa. Y cada vez que hace ruido, desde afuera responden. Los insectos, los lobos, los búhos se suman a las risas pequeñas, a los alaridos, a las pequeñas garras negras en manos muy parecidas a las humanas, que arañan los cristales de las ventanas desde afuera. Sus ojos son amarillos.

Tu madre se queda dormida mientras monta guardia en la puerta del cuarto de Elsa, la entrada cubierta de cadáveres de animales de plumaje o pelaje rojos y tréboles. Tu hermana ya no canta cuando entras sigilosamente, armada con el cuchillo de plata que pudiste conseguir a cambio de los ahorros de toda una vida, decidida a ponerle fin a esto. Elsa está inmóvil y con una sonrisa en la cara, recargada contra un nido hecho de lodo, sangre y ramas. Le faltan pedazos del cuerpo. Lo que se encuentra en la cuna está despierto y te mira. No sabías cuántos colmillos podían caber en una boca hasta que sonrió. La voz que te saluda mientras se lame los labios no es humana.

Sales del cuarto y hundes sin dudar el cuchillo en el joven cuello de tu madre, tan violentamente que la cabeza le queda colgando de un tajo de piel. El cadáver, que envejece y se arruga y se vuelve pequeño como si lo hubieran desinflado, finalmente se queda quieto al terminar de devolver todos los años de juventud que le cedieron temporalmente. Como Elsa, la cabeza de tu madre tiene los ojos abiertos y musita las últimas palabras que dirá: nuestra familia está maldita. Pareciera que aún te está viendo cuando levantas a la criatura del bosque y te envuelve, con sus alas y su cola, mientras ríe y se abraza todavía más a ti, su piel quemándote cuando comienzas a correr y tus piernas se vuelven más ágiles, sus colmillos que rasgan ligeramente la carne de tu cuello, y estás corriendo mientras vuelves a ser joven y tus uñas negras se enredan en su pelaje y juras (en el nombre de toda la sangre muerta de tu familia maldita) nunca separarte de él, conforme te adentras cada vez más y más entre los árboles y los miles de ojos que observan dentro del bosque entero que les da la bienvenida a carcajadas. Están en casa.

Amo el Stop Motion, amo los parásitos. No en mi, debo aclarar. Pero me gustan esos videos de gente que se saca gusanos de pequeños hoyos que ellos han hecho en la piel, me asusta saber de su existencia. Es como un pequeño cuento de terror, íntimo y privado.

Honestamente ¿a quién no le daría miedo tener una de esas cosas moviéndose bajo la piel?

Ojalá les guste.

Había entrado a la casa por la ventana de la cocina. Ahora no tenía opciones y estaba atrapado.

Podía escuchar el suave sonido de sillas siendo arrastradas por el piso de madera.

‘¿Cuántos ésta noche?’ escuchó decir a su abuelo.

‘Ocho por dos’

‘¿Ocho?¿De verdad necesitan ser tantas personas?¿Y dos? ¿No te parece excesivo?’

Su abuela gruñó en voz baja.

‘Yo no pongo las reglas, amor. Ahora es tiempo de que te vayas’

Sus cortos pasos resonaron en el piso. Probablemente estaba tomando su sombrero, sus llaves y la billetera; David conocía esta rutina muy bien. Había vivido sus primeros años en esa casa y mucho después, a los diecisiete, cuando su madre le había dicho que se largara. Habían sido sus abuelos quienes lo acogieron, a pesar de conocer muy bien todos los problemas que llevaba consigo.

El abuelo se detuvo en la puerta, dudando.

‘Edna, por favor no hagas nada de lo que te puedas arrepentir esta noche’ y David no pudo evitar preguntarse si su dulce abuelita tendría un problema con el juego o como él, uno monetario.

Después la puerta se abrió para volver a cerrarse y su abuelo ya no estaba.

Ahora, pensó, este podría ser el momento de ir por el objetivo. Mientras pudiera escuchar a su abuela moviéndose en la sala, la probabilidad de llegar a las escaleras y buscar el cuarto por dinero aún existía. Había pensado que ellos saldrían y dejarían la casa sola; después de todo, era el cumpleaños de su hijo. No contaba con que el viernes de póker sería más importante. Podría subir, buscar en silencio y saltar por alguna ventana del segundo piso. No se lastimaría. Lo había hecho un par de veces antes.

Pasó cerca de media hora antes de que escuchara los ronquidos débiles de la abuela en la sala y corrió hacia las escaleras. No pudo evitar ver el espejo del pasillo cubierto. Ya empezaba a sentir la ola de alivio cuando tomó la perilla de la habitación principal e intentó abrir la puerta, pero nada. Estaba cerrada con llave. Y lo mismo con la habitación de huéspedes, que había sido su vieja habitación, y con el baño. Ésta era la primera vez que pasaba algo así.

Siempre podía regresar por donde había venido, bajar las escaleras y pretender que simplemente había pasado a ver a sus abuelos. Después de todo, aún era su nieto. Quizá la amenaza que le habían hecho a su madre era sólo eso, un bluff, para que él no volviera y no tuvieran que llamar a la policía. Tal vez ya no tendrían miedo. Sí, las cosas se habían puesto feas, pero no era él mismo aquella vez y seguía siendo su nieto.

David decidió arriesgar sus posibilidades, bajar y salir de la casa por la puerta de enfrente -aquella que no había utilizado en años, mucho antes de que sus abuelos cambiaran las cerraduras- cuando a unos metros de la entrada, alguien tocó el timbre y el ronquido que provenía de la sala paró súbitamente. Tenía los segundos exactos para esconderse en el pequeño clóset cerca de la sala antes de que la abuela llegara a la puerta y le diera la bienvenida a sus invitados.

‘¡Buenas noches!’

‘¡Buenas noches a ti querida!’

Se saludaban de beso y se llamaban cariño y querida las unas a las otras. Escondido desde el pequeño clóset podía ver la sala entera y las personas que entraban poco a poco. Eran viejas y la mayoría se veía decrépitas, pero sonaban animadas y David casi se alegró que su abuela aún tuviera ese tipo de visitas tan tarde. No las había contado, pero le parecía que eran siete y todas genuinamente contentas de ver a la abuela Edna. Habían traído consigo una charola de hornear, queso y vino. Sintió una punzada de hambre. No había comido desde ayer, o quizá dos días antes. No podía recordarlo bien.

Cuando ya se habían acomodado en los sillones, una de las mujeres sacó un mazo de cartas. Así que la pequeña y frágil abuelita Edna tenía un problema de juego. No podía evitar reír. Tal vez esa era la razón que David tenía el tipo de problemas. Ya sabes, cuestiones hereditarias.

Jugaron un par de manos mientras parloteaban, con música suave de jazz en el fondo. Algunas de ellas no decían nada y se limitaban a comer. Su abuela tenía esas reuniones semanales desde que podía recordar, pero él jamás había conocido a sus amigas. Cuando sucedían, su abuelo lo llevaba a ver películas o a comer pizza o algo, mientras ella y su grupo jugaban hasta ya pasada la medianoche y cuando ellos regresaban, la casa parecía desierta, como si no hubieran recibido visitas.

‘Y bien. Cómo se encuentran sus familias’ preguntó mientras barajaba las cartas. El parloteo no paró, a pesar de que el tema de conversación se tornaba más lúgubre conforme iban hablando.

‘Cáncer. El cáncer de mi hermano ha vuelto, esta vez en forma de metástasis. Es la tercera vez en poco más de dos años.’

‘Mi esposo. El alzheimer le ha hecho olvidarse de mi. No se reconoce a si mismo cuando se mira al espejo’

‘Mi hija ha vuelto a quedar embarazada, después del suceso del año pasado. Y del año pasado.’

‘La hermana de mi esposo ha muerto’ dijo una mujer de suéter color crema y se escuchó un murmullo de lástima. Un verdadero desperdicio, una de ellas comentó, mientras la que había dado la noticia asentía con la cabeza.

‘¿Y ustedes, queridas?’

Esta vez la respuesta fue mucho mayor. Las voces se mezclaban mientras una mencionaba la incontinencia y otra mostraba sus temblorosas manos y el daño que le había hecho el Parkinson. David tuvo que apartar la mirada cuando una viejecita frágil con chalina rosa se levantaba la camisa para enseñar su bolsa de colostomía.

‘En resumen, estamos casi en el mismo lugar que el año paso ¿no les parece?’ sentenció mientras su público asentía. La mujer de azul marino era la líder, pudo verlo enseguida. Había dos de azul, pero la más joven no dejaba de sonarse la nariz y limpiarse los ojos llorosos. Ella, la más vieja, tenía una seguridad que las demás no tenían.

‘Entonces, es un trato. Dos serán suficientes. Queridas, escojan’

La mujer de azul terminó de revolver las cartas y caminó en círculo por la sala. Cada una de ellas tomó una carta mientras ella terminaba su recorrido y volvía a su lugar original. Una a una fueron hablando.

‘As de diamantes’

‘Nueve de tréboles’ dijo la mujer del hermano con cáncer.

‘Tres de espadas’

‘Cuatro de espadas’

‘Dos de diamantes’

‘Joker’

‘Seis de corazones’ dijo Edna.

‘Siete de corazones’ dijo la mujer de los ojos llorosos.

Todas bajaron sus cartas. Algunas suspiraron de alivio, pero David aún no entendía por qué. La mujer de azul marino alternaba entre mirar a su abuela y a la de azul claro, hasta que finalmente se aclaró la garganta.

‘Edna, querida. Parece que ha habido un error en el sorteo. El hermano de Marisa bastará, pero Sonia’ dijo la mujer de azul marino, señalando a la mujer de ojos llorosos, que se veía furiosa ‘lleva dos años seleccionada en el sorteo. Y si no me equivoco, has tenido suerte los últimos cinco años. ¿Qué hemos recibido de ti, Edna?’

‘¡No nos has dado nada Edna!¡Nada!’ gritó la mujer de ojos llorosos, que al parecer se llamaba Sonia.

La abuela murmuró con las manos temblorosas. Nunca la había visto tan asustada.

‘Mi tercero. Les di mi tercero’

‘Eso fue hace una generación. Entiéndenos, cariño’ dijo la de azul marino mientras le daba una palmada amistosa en la rodilla. La abuela suspiró, cansada.

‘Entonces, a quién piden. Qué quieren.’

‘Tú ya lo sabes Edna’

La mujer de los ojos llorosos se levantó, arrojando su copa de vino al piso. Alguien más, no sabía quién, soltó una risita burlona.

‘¡Dos bebés!¡El primer bebé de mi familia! Yo sabía lo que se necesitaba para unirme a ustedes. Te atreves a comparar eso a un adicto que arruinó su propia vida!’

‘Tu nieto drogadicto, Edna. ¿Cuándo fue la última vez que lo viste?’

Las demás mujeres balbuceaban en voz baja mientras que un escalofrío terrible bajaba por la espalda de David y todos los vellos de su cuerpo se erizaban.

‘Un desperdicio de aire’

‘Su propio padre no lo quería y su madre, su madre intentó deshacerse de él’

‘Pero no pudo ¿y recuerdas por qué?’

‘Porque nosotras no lo permitimos’

‘Tu hija tendrá otros bebés. Haremos que los tenga’

La mujer de azul marino alzó la mano, tranquilamente y todas callaron.

‘Además, Edna, querida. Este lugar hiede a él. Debió dejar ese asqueroso olor la noche en que entró aquí, nada más pensando en dinero, incluso considerando matarlos mientras dormían. Lo habría hecho si no hubieran despertado, lo sabes, lo viste en su repugnante corazón’ continuó, mientras que Edna asentía y a David se le caía el alma a los pies ‘así que haremos una apuesta ¿está bien? Pares, el futuro y no nacido nieto de Sonia. Impares, el tuyo. Fue la misma carta. Es más que justo.’

Las mujeres chillaron con una risa emocionada mientras que Sonia y Edna se turnaron un cuchillo para hacer un corte profundo en la mano izquierda de la otra. Después, cada una tomó un dado que les ofrecía la mujer y lo untaron con la mezcla de su sangre. La líder tomó ambos y los arrojó a la mesa, sobre las cartas.

El tiempo casi se paralizó mientras los dados caían. David observaba cuidadosamente cuando sus ojos se encontraron con los suyos. A través de la rendija de la puerta, ella lo vio y sonrió mientras se lamía los dedos ensangrentados. Sintió una náusea inmensa el momento en el que los dados tocaron la superficie de la mesa y todas las mujeres guardaron silencio.

‘Decidido entonces. Dos personas para el beneficio de ocho familias. ¿Y ahora, Edna?’

‘Está bien. Lo entrego’ suspiró resignada Edna a la vez que empezaba a reír, a reír contra su propia voluntad y las demás la acompañaban carcajeando, mientras que poco a poco se abrían todas las puertas de la casa, justo en el momento en el que David caía, escupiendo sangre y vómito, su cuerpo entero temblando.

Cuando volteó ya no era él mismo. Lo sabía, pero no estaba seguro. Miró con otros ojos y empezó a caminar con esos pies que no eran suyos y aún así no estaba seguro. La calle era la misma de siempre, y en la gente no parecia haber algo distinto. Llegó a su edificio, entró a su oficina al salir del elevador. Hizo el trabajo del día. Fue al baño. Se vio al espejo y no se vio. Era otra persona. Otros ojos desde los cuales él veía.

Salió a la calle y empezó a caminar. Aún era temprano. Movió cada dedo, los brazos, incluso la nariz. Se pasó la lengua por los dientes y sientió todo. Y de todas formas no era él.

Pestañeó y ya no era la persona que había sido antes. Se pasó las manos (otras manos) por el cabello, las metió en sus bolsillos, sintió las monedas que había dentro de estos. Cerró los ojos. No pasó nada y siguió caminando. Regresó a su oficina a recoger sus papeles. Nadie notó nada extraño. Uno de los asistentes le sonrió, como siempre.

Volvió a salir. Se metió a una cafeteria a observar a la gente. Odió el café al probarlo con esa boca. Se metió al baño del local a observarse en el espejo. No era él. Tampoco era el de antes. De repente más café le pareció buena idea. Fue al mostrador, pidió un café grande sacó un billete y pestañeó, para luego verse a si mismo -que no era realmente él- pagando. Contuvo la risa. Le dio el cambio. Vio como otro, el que él había sido, bebía su café y se iba del local. Pasó el resto de la tarde cobrando café y preparándolo. Luego, nada más por probar, fue a su oficina. No pasó nada, a pesar de que llevaba el uniforme de los empleados de la cafetería. Salió. Vio una pareja besándose frente al edificio. No había abierto los ojos y sentía los labios y la lengua de la mujer.

Fue al metro. Escuchó música en su reproductor. Frente a él (sin ser él, por supuesto) había una chica, también con audífonos. Cerró los ojos y sonaba otra canción que la que estaba escuchando. Abrió los ojos y se miró a él. Ahora era ella. Sonaba jazz. Siempre había odiado el jazz, pero le gustó. El hombre frente a él, el mismo que él había sido la (lo) miró. Cerró los ojos, los volvió a abrir. No pasó nada. No sintió nada. Llegó a casa, como todas las noches. Cenó con su mujer. Durmieron en la misma cama, como todas las noches. En la mañana salió. En un alto, miró hacia un lado y de repente estaba en otro auto, conduciendo. Fue a su oficina. Al día siguiente pasó lo mismo. Después también. Al día siguiente, lo mismo. Volvía a casa todas las noches como alguien distinto. Llegó a encontrarse con algunos de los que había sido. No pasó nada. No sentía nada.

Un día volteó y ya no era él mismo. Cuando volteo no era nada. Entonces fue que empezó a gritar.

El pitbull finalmente se había muerto esa tarde. Con el hocico destrozado, una pata era una masa sangrienta, su nariz no se distinguía del pedazo de carne que era su rostro, y su respiración silbaba, el animal había terminado de morir después de dos días de dolor sordo. Y también mudo. En su agonía no se había quejado ni una sola vez, sólo por la respiración silbante y una inconfundible mirada de miedo, su dueño había sabida que estaba vivo. Hasta esa tarde. De repente pareció que el perro se ahogaba al respirar. El miedo aumentó en sus ojos. No podía moverse. Luego dejó de respirar. Eso sí, la mirada de miedo se quedó en su rostro muerto, mirando al amo.

Y el amo estaba furioso. Pateó el cadáver del perro, que insistía en mirarlo. Lo pateó porque se había muerto, lo pateó porque había perdido, porque se había volteado a verlo a la mitad de la pelea y luego se había tirado al piso para dejarse matar. Lo pateó porque era su dueño y debía ser él quien decidiera contra quien peleaba y cuando moría.

Ahora estaba arruinado. Había promocionado la pelea como la número cien del perro y lo había apostado todo. Nunca antes había perdido y ahora estaba muerto porque su animal se había dejado ganar. Contra un perro de la calle, ni más ni menos. Minutos antes de la pelea vio al contrincante de su animal y se rió de él, diciendo que cuando su perro hubiera acabado con el, compraría el cuerpo y haría con su piel un tapete para que el pitbull se tirara a descansar. El pelaje era una mezcla de todos los colores y y se agitaba nervioso. Su apariencia delataba que no había sido entrenado para pelear. Además, estaba desnutrido. Los perros así no duraban diez minutos en el cuadrilátero.

Tenía que conseguir otro. Tenía que pagar las deudas. Llamó al hombre que le había vendido el pitbull, pero sonó como número inexistente. Seguro lo habían arrestado, ya había sucedido antes. No sabía qué más hacer, así que se tomó un trago, y luego otro. Llevaba más de la mitad de la botella cuando se le ocurrió la idea. Iría a matar al perro, a ese otro perro, al desnutrido. Ojo por ojo, diente por diente. Perro por perro. Sonaba justo.

Sacó una bolsa y metió ahí el cuerpo de su perro, sin verlo ni una vez más. Sentía que el animal lo miraba. Ridículo, los muertos están ciegos, pensó él. Se tomó el resto de la botella.

Y luego sacó un martillo. Iría por ese otro perro, el que se lo había quitado todo.

(Continuará)